El Kibbutz

Kibbutz: colonia, settlement, asentamiento, rincón elegido dónde alzar la tienda final, dónde salir al aire de la noche con la cara lavada por el tiempo, y unirse al mundo, a la Gran Locura, a la Inmensa Burrada, abrirse a la cristalización del deseo, al encuentro. En la Rayuela, el cielo y la Tierra están en un mismo plano, hay que entrar al cielo a patadas, el zapato patea la piedrita, mirar al mundo a través del ojo del culo, la piedra debe pasar por ahí, llegar al Kibbutz. (Cortázar)

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1/21/2007

Lorenza y el trovador


Por: Jonathan Torres


Dicen por ahí que hay un trovador envejecido que canturrea los himnos del pasado y con su gaita despierta las ninfas de las alcantarillas. A nadie le importa su nombre, pero hay quienes aseguran haberlo escuchado. Otros juran haberlo visto y lo describen como un anciano con gafas negras y pelo en puntas, por mugre o gel. Sus dientes, dicen ellos, son blancos como la melancolía pero su sonrisa desmiente el color. Los que lo han visto concuerdan en que lleva un chaleco vinotinto y debajo una cantidad desconocida de bufandas que a pesar del número, no hacen bulto. Los mendigos sonríen cuando pasa a su lado pues son ellos quienes siempre lo ven. Es por eso que a veces encontramos en sus rostros un brillo de algo parecido a la felicidad, siendo tan extraño que ésta se aparezca en sus terrenos.

También dicen que sus pantalones son a cuadros, pero no son capaces de definir sus colores. Terminan en botas marrones que no llegan a pisar el suelo debido al constante baile del trovador, de brinco en brinco se sostiene en el aire. Su gaita es azul como azul la perra que anda tras él. Ésta se llama Lorenza y sus ladridos estremecen el alma cuando se juntan en el aire con el sonido de aquella. Esa perrita deja un tufo a cacahuetes a su paso, como a mantequilla de maní esparcida sobre el caucho de las llantas. Rara vez se los ve en el norte de la ciudad, su recorrido se limita al centro y de vez en cuando se pasean por la 100. De ellos me habla el hombre sin manos ni piernas al frente del edificio de Avianca en la Séptima. Dice que el trovador hace que su chaleco roce su cabeza mientras Lorenza lo lame cariñoso. De ellos me habla Blackie, que imita no sé si en vano los saltos del viejo y me cuenta que cuando están solos intercambian canciones. Él le enseña los nuevos temas de la calle y sus angustias, el viejo lo instruye en idiomas muertos y extraños, como jeringonzas dice el negro.

Lo han visto jugueteando con su perro en el Planetario y muchas personas cuando pasan por la Torre Colpatria levantan la mirada esperando repetir aquella ocasión que lo vieron dando giros en la terraza. Se habla con los hippies y vendedores de manillas, conoce a los pintores de la 22, se ha mandado hacer retratos pero los autores dicen que los guardan en el bolso, y cuando lo buscan, ha desaparecido. Se toma un café en el Automático antes que alguien entre a acompañarlo, la señora que atiende se sonríe picarona de esa jugarreta que mantiene con él. Lorenza corretea a las palomas de la Plaza de Bolívar y algunos ancianos que ya ni siquiera a ellos pueden ver se preguntan por qué sonarán tanto las alas de los animales sobre sus cabezas.

Dicen los que saben, que cuando al cielo de la ciudad le da por llover el trovador entristece y se esconde bajo la vitrina de la tienda más cercana. Junto a él se sienta Lorenza y van desapareciendo poco a poco. La perra tiene el hocico cerrado y casi pegado al suelo. Él tiene la boca cerrada y mirando al cielo. La gaita se calla por fin, no se escucha otra cosa que las gotas como redoblantes. Es un concierto desgarrador, se destiñe la ropa de los espíritus y va cayendo mezclándose con los charcos de sinrazón que forma la lluvia. Pero el trovador no tiene motivos, así como el arco iris. Y como éste, después de la lluvia vuelve a aparecer con todo su esplendor y gritando demente comienza a correr de nuevo, Lorenza tras él y la gaita dejando melodías en cada esquina y andén, con ese olor a llanta con mantequilla.
 
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