El Kibbutz

Kibbutz: colonia, settlement, asentamiento, rincón elegido dónde alzar la tienda final, dónde salir al aire de la noche con la cara lavada por el tiempo, y unirse al mundo, a la Gran Locura, a la Inmensa Burrada, abrirse a la cristalización del deseo, al encuentro. En la Rayuela, el cielo y la Tierra están en un mismo plano, hay que entrar al cielo a patadas, el zapato patea la piedrita, mirar al mundo a través del ojo del culo, la piedra debe pasar por ahí, llegar al Kibbutz. (Cortázar)

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12/06/2006

El del medio


En este mes decembrino Bogotá se maquilló de pelotas rojas y verdes, y de lucecitas de colores por todas las calles. Se respira un aire cansado, la mayoría de gente escapa de vacaciones de la truculenta ciudad a pasar la Navidad y el Año Nuevo, pero no todos. Y para los que se quedan y los que se van, los invitamos: primero a leer “Bogotá para principiantes” de Antonio Caballero, reconocido periodista, caricaturista y escritor, y a razón de esa crónica publicada en el libro “Así es Bogotá” en 1987, y se atrevan a salir de sus casas, a recorrer a Bogotá, que por estos días se viste de moda y anda de trasnochadora, y se arriesguen a escribir lo que ustedes deseen, cuentos, crónicas, reportajes, poemas, ensayos, lo que quieran. Si no es muy largo el texto, déjenos un comentario en esta entrada; sino mándenos su texto a elkibbutz@gmail.com escogeremos los mejores, que serán publicados en El Kibbutz. Además con el ganador nos pondremos en contacto para entregarle un pequeño regalo. Igualmente esperamos textos de compañeros, amigos o visitantes, que deseen participar en “El del medio”, recuerden este no es sólo un espacio nuestro.

Bogotá para principiantes
Por: Antonio Caballero

Tal vez sea cierto que, en tiempos, Bogotá era una ciudad fea y fría, sombría y gris, de dejos lívidos que dejaban caer una lluvia incesante sobre muchedumbres sórdidas vestidas todas de negro. Pero los bogotanos, que son muy pocos entre los cinco millones de habitantes que tiene la ciudad, no la han visto jamás de esa manera. Esa visión siniestra no es más que el resquemor de la provincia: “ No hay derecho: estos cachacos además de vivir en Bogotá, la hicieron en el sitio más bonito de Colombia”. Y es por eso que la palabra “cachaco” es un elogio en Bogotá y en el resto del país es un insulto...

¿Fea Bogotá? Tiene, sin duda, esa fealdad monótona de las grandes ciudades: pero nadie juzga la belleza de Londres por sus calles y calles y calles de casas proletarias negras de hollín y de tristeza y atravesada sólo por el estruendo de los trenes subterráneos –o, en el más favorable de los casos, elevados-; ni la de Leningrado pro sus panales grises de alcohol y hastío. Y tiene también, sin duda, la fealdad pintoresca y horrible de la pobreza absoluta, como Río o Calcuta: barriadas miserables de infancia abandonada y aguas negras. Pero esas son fealdades, digamos, estadísticas: cinco millones de habitantes bastan y sobran para hacer espantosa a París y a Estambul, a El Cairo y a Chicago. Y es posible encontrar en Bogotá, también eso es verdad, llagas particularmente repulsivas causadas por las autoridades municipales (que en su caso se llaman distritales): pero la acción destructora de esa cosa terrible con ese horrible nombre –autoridades municipales- no la resiste indemne ni siquiera Venecia.

Fuera de es: ¿fea Bogotá? Una ciudad aérea que se encarama a las cumbres de la cordillera y se asoma al espejo verde pálido de la sabana, como quien se mira en las aguas de un lago. La sabana es ancha y apenas ondulada, cuadriculada por hileras de eucaliptos y sauces, acribillada de vacas y ciclistas. Más arriba de la barrera encrespada de los cerros, los cielos bogotanos son luminosos como plata bruñida, o despiden el fulgor húmedo y apagado del estaño, o son de un frágil, tenso azul mineral, por el que navegan lentas nubes de acero como buques de guerra, incandescentes en todas las aristas. Cuando llueve –pues es verdad que llueve: lloviznas flojas de páramo que ponen a brillar una gota de agua en el filo de cada hoja de árbol, en la punta de cada brizna de hierba; o súbitos diluvios titánicos que convierten el estadio de fútbol y la plaza de toros en lagos erizados de miles paraguas negros y relucientes; o granizadas que arrasan los geranios y dejan los jardines crujientes de blancura-, cuando llueve, Bogotá se prepara para el sol que vendrá: pues no es una ciudad como hay tantas, en la que salga el sol una vez todo los días, sino que sale varias veces. Sale, temprano, por el cielo verde de los cerros todavía negros y nocturnos; o rompe a media tarde entre jirones destrozados de nube. Y ese sol restallante y metálico de los cuatro kilómetros de altura que lame y acaricia los colores, aviva el rosa oscuro del ladrillo y el rojo pardo de la teja, lava los negros, como capas de agua sobre agua en el mar. Es un sol deslumbrante, pero siempre discreto. Como debió ser concebido el sol en un principio: para calentar al sol y refrescar a la sombra, sin los excesos de sol de la tierra caliente, sin el sudor ni el polvo; que no sofoca ni aplasta ni destruye, sino que se dedica a dibujar con calma sombras azules sobre los prados verdes.

Una ciudad gris, decían: mortecina, de gente de sombrero y ropa tiesa de paño. Pero lo cierto es que el gris de Bogotá es solamente un recurso estético para hacer que resalten los colores, como en los cuadros de Velásquez. Toda la gama de los verdes y rabiosos. Los azules eléctricos y los rosados soachas: no es un azar si el matiz más estridente que es capaz de rendir el rosado ha sido bautizado con el nombre de Soacha, ese suburbio pueblerino que tiene Bogotá por el lado del sur. Porque es la nuestra una ciudad de colores intensos y temibles, impúdicos, obscenos en la luz cruda y dura de la alta montaña. Colores rechinantes en las paredes de los billares del centro y en los pantalones de las quinceañeras del norte, colores ásperos y sin curtir, de violencia desnuda: verdes biches y amarillos chillones en las ropas deportivas de las ciclovías de domingo, naranjas fuerte, índigos y morados, en las ruanas fosforescentes de las marchantes de la plaza de mercado o de celadores nocturnos de escopeta. Bogotá tiene todos juntos y revueltos, los colores de todas las frutas que venden en carretas en todas sus esquinas: aguacates y mangos, naranjas, guayabas, piñas y granadillas, plátanos y mamoncillos, chirimoyas, mandarinas, cerezas, curabas, papayas, patillas, pitahayas, zapotes, uchuvas, nísperos y ciruelas y limas y feijoas y detrás, los tonos mansos temperados de las peras de agua, las manzanas chilenas, los albaricoques importados, los limones amarillos y las hojas de menta. Hay ciudades doradas, como Roma, o plateadas, como París. Bogotá, donde el paso de la historia no ha tenido tiempo para apagar los tonos y difuminar las tintas, revienta simultáneamente en todos los colores que tiene el arco iris. Cualquiera de esos arco iris que, como por ensalmo, asoman por las tardes después del aguacero en el boquerón de Cruz Verde o en las sierras del Chicó.

Y ese mismo desorden, ese abigarramiento sin control, tiene también en Bogotá la flora, la arquitectura, la fauna urbana. Es una ciudad hecha de mil barrios que han ido edificándose a ciegas, y de oídas, al capricho de los aluviones de inmigración, de las influencias contradictoras del azar y el recuerdo. Barrios de casas sólidas de la Nueva Inglaterra, de altas casas rojas de inspiración vagamente holandesa, o quizá tirolesa, de casas blancas y bajas de estilo colonial californiano. Casas de muchos patios abiertos al ventisquero del páramo, de teja de barro y balcones de madera torneada, y pequeños castillos de Loira con cucuruchos grises de teja de pizarra, y terrazas romanas con palmera y con loggia, y empinados tejados finlandeses para las grandes nevadas de la noche polar, y fachadas antillanas de filigrana de hierro pintadas de colores, y columnatas de columnas dóricas, jónicas y corintias, con volutas de laurel y de acanto, labradas en la piedra. Palacetes franceses del siglo XVII. Rascacielos de vidrio de aspecto panameño. Ranchos tejanos. Cortijos andaluces. Caserones republicanos. Refugios alpinos. Pabellones de caza de los Cárpatos. Jardines japoneses con puentecillo de bambú en cemento armado y enanos de Walt Disney a la sombra de grandes hongos de metal colorado. Espadañas de calicanto, áticos de ladrillo, torreones de piedra, tugurios de cartón y lata corrugada. Patios de Córdoba con fuente y azulejos, mansardas de París, búnkeres de Berlín, mezquitas de Bagdad, pagodas de la China, sinagogas de Miami, templos de Kayak, mastabas babilónicas, casas de campo inglesas traídas desde Surrey con zorros y caballos y encajadas entre un coliseo cubierto y un multicentro comercial con parqueadero subterráneo y galería de cristales para el café vienés.

Y todo esto no para ahí para siempre, sino que cambia cada noche, y cada día es distinto. Todo es provisional. Mientras escribo, en torno, en Bogotá –en lo que hace unos momentos era esta Bogotá que aquí describo- todo el tejido urbano está cambiando inexorablemente, como una cosa viva. Una de esas casas republicanas o californianas o inglesas está siendo derribada para abrir campo a un edificio de apartamentos de lujo con garita de guardia para los celadores y parqueadero para los visitantes. Ya está desentejada, y las volquetas de escombros arrasaron ya el jardín con su rosal amarillo y sus surcos de hortensias azules, y un cerezo. Cuando terminen de caer los muros del traspatio de podrá ver, erguido entre el polvo y las ruinas, el extraño tronco encorvado de un papayuelo agrio, irrepetible como un árbol marciano; pero que será de inmediato reemplazado por algo más de moda, como un amarrabollos, o un sietecueros, o un magnolio.

A través de ese cambiante casco urbano, y sorteando las zanjas abiertas en las calles por las empresas de servicios públicos, contorneando conjuntos residenciales cerrados con calles ciegas custodiadas por guardianes privados, evitando los barrios de invasión, ignorando el parpadeo sin orden de los semáforos, circula por toda la ciudad la masa de sangre de la vida. Muchedumbres en mangas de camisa, en chalecos antibalas, en abrigo de piel, buses rojos y azules que reciben el nombre de buses amarillos, busetas incendiadas, tractomulas de veinticuatro ruedas cargadas de flores o de armas o de caballos de polo o de carreras, carretas de mano y zorras tiradas por caballos cargadas de basura o de leña. Mercedes blindados seguidos por bandadas de guardaespaldas, vendedores de lotería y de cigarrillos de contrabando, buses de niños de colegio o de músicos de la orquesta sinfónica, carros de salineras empujados por ancianos de ruana y alpargates. En los atascos, u niño pobre ofrece por la ventana de los automóviles detenidos un manojo de apretado de florecitas de monte y hojas duras de arrayán, envuelto en una hoja peluda y mojada de rocío de frailejón del páramo. Y es el atasco, más que el movimiento, el modo de circulación de Bogotá. A causa de la lluvia, que desborda las quebradas y convierte las calles en torrentes hasta cegar con piedras y troncos arrancados al monte al paso de vehículos. O de la larga cola lenta de un entierro elegante. O de un grupo de teatro callejero que ocupa todo el ancho de la calle. O de la marcha de protesta de un sindicato ilegal. O de la acumulación infranqueable de vendedores ambulantes de relojes o empanadas, de libros de Vargas Vila y Mao Ze-dong y números antiguos de Playboy y Selecciones, de mantas ecuatorianas, de cuadros primitivistas, de seviches de camarones del Pacífico y de ostras de la Ciénaga.

Y cualquier cosa puede estar sucediendo allá adelante, más allá del atasco. Un atraco bancario. O la presentación de un baladista argentino, la fiesta de cumpleaños de un mafioso. O el asalto a la catedral primada por un comando guerrillero, la captura del elefante escapado de un circo, el entierro de un torero, el linchamiento de un carterista, la instalación formal del Parlamento, una tormenta de tierras para un barrio pirata o la inauguración de un nuevo parque para los enamorados o de un templete eucarístico para las conferencias episcopales o de un circuito de MotoCross o de de un hipódromo, una erupción volcánica o la visita de un Papa. Son cosas que en Bogotá suceden casi todos los días. Una vaca pasta indiferente en el separador de la avenida, un albañil de casco de plástico amarillo duerme la siesta o retoza con la novia en medio del fragor de los carros que pitan, de la gritería de los payasos en zancos que anuncian las rebajas, del estruendo de cobres y vientos y tambores de la banda de guerra del batallón guardia presidencial que ensaya el himno nacional, en medio del aroma penetrante y complejo de gasolina quemada, de dulce derretido del algodón de azúcar, de grasa caliente de fritanga, de sudor de esperanza de los peregrinos que trepan de rodilla sal santuario milagroso del Señor de Monserrate para pedirle una gracia. Son cosas que suceden en Bogotá todos los días, y que a nadie sorprende.

No es una ciudad seria. No puede serlo, una ciudad en la que crecen codo a codo los eucaliptos y las palmas de cera, en la que el papel sellado se vende en las salsamentarias, los insumos agrícolas en las notarías de circuito, el aguardiente en las ferreterías. Una ciudad que tiene tantos billares como juzgados, y más universidades que las que caben en toda la Europa Occidental, de Praga a Oxford, pasando por París y Padua y Salamanca. Una ciudad en la que se cambia de clima y de época cuando se cambia de barrio, en la que coexisten las peleas de gallos y la escenografía, y que está circundada por una carretera que avanza serpenteando al filo de los cerros entre encenillos y retamas, arrayanes y uchuvos silvestres, para estrellarse contra el tronco de un árbol donde esperan piratas tan feroces como los que hace un siglo merodeaban en los mares de Java.

Si una ciudad así tiene fama de aburrida y envarada y solemne, la culpa no es suya. La culpa es de sus gobernantes, que nunca son de aquí, sino que vienen de los llanos, de la costa del Caribe, de las zonas cafeteras de la cordillera Central. Porque Bogotá, desde que fue fundada hace ya cuatro siglos y medio por un granadino de España, ha hecho siempre traer sus alcaldes de otra parte.

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