El Kibbutz

Kibbutz: colonia, settlement, asentamiento, rincón elegido dónde alzar la tienda final, dónde salir al aire de la noche con la cara lavada por el tiempo, y unirse al mundo, a la Gran Locura, a la Inmensa Burrada, abrirse a la cristalización del deseo, al encuentro. En la Rayuela, el cielo y la Tierra están en un mismo plano, hay que entrar al cielo a patadas, el zapato patea la piedrita, mirar al mundo a través del ojo del culo, la piedra debe pasar por ahí, llegar al Kibbutz. (Cortázar)

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5/06/2007

Cenotafio

Un cenotafio es un monumento funerario en el cual no se encuentra el cadáver del personaje homenajeado. Con eso claro es preciso afirmar la muerte de Vendetta y el nacimiento de esta nueva columna de opinión y de publicaciones de crónicas para esta nueva etapa de El Kibbutz. Confieso que por un tiempo y por tiempo, me alejé de este blog. Otros intereses acapararon mi atención pero he regresado. Para no dar más preámbulo a este retorno publico ahora una crónica ácida y mordaz que ha provocado aversión en la comunidad de literatos de Citla.com y ha impactado a amigos y cercanos. Disfrútenla.

Sobre una toalla nació un bebé

Por Jonathan Torres

Empuja fuerte provocándome un malestar en el vientre. Sus huevas peludas chocan con mis nalgas mientras con sus uñas desprende trozos de piel de mis tetas. Su tufo a licor y mierda se mezcla con el hedor de sus axilas, que se restriegan de vez en cuando contra mis hombros a la vez que me besa desesperado. Su excitación es abrumadora, lleva quince minutos encima mío, jamás había soportado tanto. Ahora se yergue sobre mí mostrándome su panza descomunal y ese par de senos masculinos que le escurren cual bolsas de grasa. Todo es vellos enroscados alrededor del ombligo sucio, tiene motas y capas de mugre. Sigue penetrándome, ahora agarra mis muslos con sus manos regordetas de busetero y hace muecas con su bigote.

Tres horas antes, es decir quince minutos después de mi llegada a la avenida, Jorge me había recogido luego de su trabajo, que consistía en recorrer la ciudad de extremo a extremo llevando gente que ni lo miraba ni daba gracias por el favor, que aunque fuese remunerado, seguía siendo una actitud noble y digna de por lo menos un saludo. Esta reflexión no es mía, es suya. Suele darme un paseo en su buseta antes de llevarme al motel. Entonces, mientras él mete la cabrilla y pisa bien el acelerador y otrora el freno, me va contando sus tristezas. Los cueros de las sillas están desgastados e igual de perforados que mi entrepierna, somos instrumentos parecidos, la buseta y yo. Olemos mal, no discriminamos cliente alguno y luego del trajín nos encerramos en un garaje oscuro y frío que no cubre del infierno a nuestras lágrimas. Pero la buseta ya no llora, yo soy la que me empeño en rezarle al corazón, como si éste, al igual que Dios, fuera a preocuparse por una prostituta.

Hoy estaba más estresado que de costumbre, según él todo se iba a ir a la mierda por las dulces órdenes del señor alcalde, ahora con eso del Transmilenio y su continua apropiación de las calles, sus calles, no tendría en qué ocuparse para mantener a su familia. Esto es duro, saber que me estoy comiendo al papá de unos niños y al esposo de una mujer. También es difícil aceptar que a pesar del mal momento económico que pasan todos los trabajadores serios del país, yo, una puta, le estoy quitando el pan a esos peladitos y tal vez un vestido a la señora. Pero qué se pone a hacer una si no sabe nada de la vida. Es posible que sepa muchas cosas por la experiencia, pues el dolor es buen maestro, pero nada de eso me sirve para ganarme los pesos que reúno abriendo las patas. Así que me esfuerzo por ser la mejor en mi, no sé cómo llamarlo, forma de ganarme la vida. La prostitución es el trabajo más honesto, a mi parecer. Yo no robo, no soy corrupta, no engaño, sólo entrego lo más preciado que alguna vez me ufanaba en custodiar.

Jorge tenía tres botellas de aguardiente debajo del tablero, destapamos una viendo cómo los faroles de la ciudad se nublaban por la lluvia. El anís bajó suave esta noche. Bebimos del trago sin pensar en la policía o nuestro propio bienestar. Jorge es buen conductor y muchos años de manejar ebrio habían significado un curso intensivo del cual pocos se gradúan. Nos gustaba pasarnos por esas calles prohibidas para la gente de nuestro mundo. Hoy vimos gente feliz, de esos tipos con sacos al hombro y mujeres altas e indiscutiblemente hermosas que se paseaban tranquilos sin tocar el suelo con los zapatos. En ese lugar no había un solo feo, o fea. A una el gusto se le confunde pues no distingue géneros, simplemente todos le atraen. Pero es una belleza exclusiva del exterior, por dentro algunos son inútiles y el resto mala gentes. En caso de una catástrofe, digamos un terremoto, todos correrían hacia la misma puerta, empujándose y sacando del camino a cuanta gente les estorbara, y así, se quedarían luchando por salir y morirían todos aplastados. Nosotros en cambio nos quedaríamos quietos, seguros de que ese tipo de finales no es el nuestro. Jorge gritaría de la felicidad por ser bendecido con una muerte rápida, yo haría lo propio dichosa de no tener que regalar mi esencia por cualquier centavo.

Luego de regodearnos con la belleza de la ciudad nos dirigimos a donde sabemos que los humanos somos todos iguales, el lugar en que lo estéticamente aceptado y lo repudiado son la misma cosa, allí donde la calle es individuo, fuimos al centro. Dejamos la buseta en el garaje de un amigo de Jorge y caminamos agarrados de la mano por la Candelaria. En la Plaza de Bolívar perseguimos palomas y nos quedamos quince minutos contemplando el cielo, que a esa hora ya olía a orines de gamín. Luego Jorge me levantó cariñoso, cuidando de no lastimarme, pues, estoy embarazada, y nos dirigimos a una cafetería, quería tomarse un tinto para mantenerse despierto. Allí compré un cigarrillo y recogimos la buseta.

Cuando arrancamos destapé la segunda botella, sólo quedaba un cuncho de la primera y Jorge se lo bebió de un sorbo. Afuera los tinterillos cansados se dirigían a las whiskerías de la zona, el armazón de la buseta servía de escudo a la nostalgia de una Bogotá violada que abría sus piernas en la noche para escapar de su moral diurna. Los ladrones salían de escondrijos resguardados por el anonimato de callejones olvidados atraídos por el olor a joyas y billetes. Uno de ellos había sido mi hermano, había sido hasta que lo mataron de un tiro por andar robando donde no debía. Y allí en la calle, justo encima del asfalto mojado y cagado se juntaban los viejos defensores de una justicia ciega y pendeja con los criminales jóvenes, los dos adláteres del vicio nocturno.

Muchachas como yo nacían del pavimento con sus piernas desnudas que cargaban un cuerpo ajado y melancólico, eran putas ignoradas en el gran burdel que servía como lupanar capital de un país de políticos, curas y futbolistas, todos corruptos e hijueputas, y ninguno de ellos bueno en la cama. Ellas mostraban sus tetas, negándoles la admiración que se merecen. Las chaquetas de cuero rotas en determinados puntos por la agresividad de los clientes se mostraban sudorosas sobre sus hombros, Jorge aceleró para evitarme mayores tristezas. Él siempre tan lindo. Se preocupaba por los detalles más pequeños, buscaba mi felicidad a toda costa. No se había decidido a dejar a su familia porque yo se lo imploré, no soy nadie para acabar con la alegría de unos niños. Yo no valgo nada como para reemplazar un hogar, además no sabría cómo ser ama de casa, cómo esperar a mi hombre todas las noches sabiendo que con el tiempo se iría a buscar otras putas; yo soy una mujer de varios polvos, yo soy esclava de muchos hombres, por lo tanto, no le pertenezco a ninguno.

Luego de recorrer las calles hacia el sur de la ciudad y de habernos terminado la segunda botella de aguardiente, Jorge se puso violento, siempre era lo mismo. A cierta hora de la noche le daba por golpearle a alguien, yo estaba contenta de que lo hiciera conmigo y no con sus hijos. Esta vez fue peor, pues me agarró del pelo para poderme golpear contra el tubo más cercano. Sangré y luego me abracé a él para evitar que siguiera pegándome. Se controló y pidió perdón. Allí dentro nos acabamos la última botella, estábamos ya encendidos por el alcohol y comenzó a manosearme. Con sus manos sucias de llaves, monedas y el timón de la buseta me acarició la entrepierna, metiendo sus dedos torpes y bruscos en mi vagina y ano causándome dolor. Le dije que nos fuéramos para un motel, a lo que respondió con un movimiento de su cabeza mientras eructaba pegado a mis pezones.

Caminamos tres cuadras antes de encontrar el motel de costumbre, pagamos lo debido y nos metimos en nuestra habitación, el rincón de la libertad. Eran las mismas sábanas de siempre, con la misma colcha y cobija. Se desnudó y me ordenó quitarme la ropa. Nos juntamos bajo las sábanas en unas caricias honestas que nada tenían que ver con el negocio que estábamos concretando. No lo amaba, ni él a mí. Él estaba obsesionado y yo cumplía con mi deber. Pero nos queríamos como se quieren dos amigos, como se quieren dos personas que se saben son sinceras una con otra y se perdonan sus pecados pues saben que cada uno sería capaz de errar como el otro.

Usualmente resiste encima siete u ocho minutos, nueve a lo sumo. Pero hoy ha aguantado quince minutos de trajín que remueven a ese niño que está dentro de mí. Patea y se molesta por el intruso. Me duele, siento que quiere escapar, quiere huir de ésta, su prostituta madre. Han pasado ya veinte minutos y Jorge por fin eyacula. No sé si sea él el padre de mis hijos, pues han sido tantos quienes se han venido dentro que ya para qué me preocupo. Él me ha jurado que se encargará del chiquillo cuando nazca, pero yo sé que no es así. Además, ya lo dije, esto está muy difícil como para que él se encarte con una nueva boca que alimentar.

Jorge se levanta y se viste. Éste es tal vez el peor momento de la noche, cuando el arrepentimiento se apodera de mi cliente busetero y decide irse dejando la plata sobre el colchón sin siquiera un besito de despedida. Es una cuestión moral necesaria, debe sentirse así para poder seguir viviendo, el día en que crea que no puede faltar a sus principios deberá suicidarse. Yo me quedo tendida sobre la cama sintiendo cómo a cada instante el bebé quiere nacer. Rompo fuente, mancho las sábanas. Corro al baño con las piernas todavía abiertas por una sensación contraria a la penetración. No sé qué hacer, nadie en el motel me ayudaría, ni el celador que es vecino mío. Pongo la toalla en el suelo y allí me acomodo agarrándome de las barandas de la ducha. Sudo como nunca y todo me duele, ese animal que está saliendo rompe todo a su paso. Siento que desmayo, pierdo la fuerza, pero me mantengo conciente. Ahora un chillido de bebé me emociona, lloro y río a la vez. Es un niño. Se agarra sin fuerza a la toalla. Me incorporo y lo veo debajo de mí, mis piernas casi no pueden sostenerse. Agarro el cordón umbilical y lo rompo contra el grifo del lavamanos, todo se llena de sangre y el bebé, por un mal tirón, se golpea contra el suelo. Llora con mayor intensidad y lo recojo entre mis brazos sintiendo cómo su piel se abre paso entre el líquido que lo recubre. Sus ojos son hermosos, los abre poco a poco, no hay luz pero logro verlo. Voy a la alcoba. Los rayos de la luna chocan contra la pared opuesta a la cama, allí veo mi reflejo y el del engendro que cargo en mis manos. Esto no es posible. Por un momento alcancé a ilusionarme, cómo pude haber sido tan estúpida. Recorro la habitación con mi mirada y descubro la mejor manera para hacerlo. Dejo el bebé sobre una silla mientras levanto el colchón y lo sostengo en el aire con una mano mientras con la otra deposito al recién nacido sobre las tablas de la cama. Luego coloco el colchón de nuevo en su lugar, es decir, sobre el ser que ya no llora por la asfixia. Veo cómo se forma un montoncito bajo las sábanas. Con lo que me queda de fuerza me encaramo en la tabla exterior del armatoste y con un llanto satisfactorio me siento sobre ese montoncito y hago presión para que la sangre siga saliendo. Me mancha los muslos, sale a presión. Es increíble que un cuerpecito de esos ensucie tanto. Me voy del motel adolorida y pálida. Jorge no me va a volver a ver, yo tampoco veré a ese niño que por un momento quiso ser mi hijo. Todavía me pregunto cómo se habría llamado si hubiera tenido el pesar de vivir en este mundo. Tal vez Jorge, no lo sé. La verdad es que no es otra cosa que una mancha en el colchón de un motel, como yo, como usted.





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